El nihilismo y la desesperanza de Rousseau en la sociedad moderna
No hay razón universal que fundamente todo aquello que existe, sea inanimado o animado, pero... ¿no seríamos nosotros muy ambiciosos en exigir un motivo o una ley universal que se tenga que aceptar? ¿Acaso no es más interesante la vida por el hecho de ser impredecible y reproducir sucesos insospechados? ¿Si tuviésemos alguna razón u objetivo universal, no estaríamos, entonces, determinados? Seguramente, sobrarían argumentos para quejarnos de semejante suplicio. Pero la impredecibilidad no nos hace menos quebrantados ni nos brinda garantías de ser menos desgraciados: diría que en los dos episodios nuestra desdicha sería la misma.
Buscamos subterfugios: nos escondemos en ideas, en banalidades, en creaciones culturales que pretenden justificar cada segundo, cada variación de esta pesada sensación llamada existencia. Nos refugiamos en las instituciones, en la academia, en la lectura, en las conversaciones inanes, en las salidas con amigos, en los fines de semana, en el arte, etcétera. Tratamos de encontrar sentido en esos matices que componen nuestras vidas y, al final del día, poco importa todo aquello que realizamos. Cada individuo, dentro del conjunto, es un cero a la izquierda. Lo único importante es el conjunto, nosotros estamos de más, somos desechables, pero tampoco querríamos ser indispensables, ¿qué se podría ganar con ello? Ni aquí ni allá, no queremos nada, no pedimos nada, no hacemos nada, solo vivimos para la nada porque es lo único innato que poseemos, nuestras demás creaciones —llámense cultura, Estado, hobbies— vinieron desde fuera.
La muerte se convierte, entonces, en un acontecimiento digno de ser aceptado: es lo único que se nos promete desde que nacemos y lo único que se eterniza. Nuestra concepción occidental de la muerte varía en función del sistema de creencias de cada persona. La gran mayoría asume esto de "Él lo quiso así", "Fue su voluntad", etc., etc., pero tales palabras no exponen más que evasivas psicológicas que suelen atenuar sus penas, sus desdichas y tristezas. ¿Qué necesidad tenemos de que exista algo que sobrepase nuestros límites y que, además, nos prometa un paraíso? Tales condiciones serían repulsivas e insoportables. No me encuentro eternizándome y viviendo en paz cada segundo: en tal situación, muy probablemente, tendríamos más determinación y seríamos más proclives al suicidio —si estuviese permitido—.
Estoy convencido de que estas condiciones son menos insoportables que las que me promete el cristianismo. Aprender a sufrir y a concebir la muerte como algo necesario e imprescindible, es algo que ellos (los cristianos) deberían empezar a considerar. El nihilista comprende que aquel que muere se libra, en menor o en mayor medida, de los pesos y de las malas sensaciones que provoca existir. Las responsabilidades con el Estado y la sociedad han hecho de la vida una experiencia artificial que ya nadie envidiaría: han descarrilado el poco sentido que quedaba para transformarlo en un conjunto sistematizado, que genera náuseas en todo aquel que entienda el concepto de libertad como lo entendió Rousseau (1995):
Pregunto qué tipo de vida, la civil o la natural, está más expuesta a tornarse insoportable para los que gozan de ella. Casi no vemos en torno a nosotros más que gentes que se lamentan de su existencia, muchos incluso que se privan de ella todo lo que es posible, hasta el punto de que la reunión de las leyes divina y humana apenas es suficiente para detener tal desorden. Pregunto si alguna vez se ha oído decir que un salvaje en libertad haya pensado tan sólo en quejarse de la vida o en darse muerte. Que se juzgue, pues, con menos orgullo de qué lado está la verdadera miseria (p. 146).
REFERENCIAS
Rousseau, J. J. (1995). Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres y otros escritos (Antonio Pintor Ramos). Bogotá, Colombia: REI ANDES LTDA (original publicado en 1755)
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